Como esos lunáticos literatos shandys del relato de Vila-Matas, la galería de arte contemporáneo sobre ruedas diseñada por Jakub de Barbaro junto a los artistas Agnieszka Polska y Janek Simon, hizo su periplo por pueblecitos polacos durante los meses de verano de este año que ya se nos escapa. Sin embargo, al contrario que con los protagonistas de la Breve historia de la literatura portátil cuya soledad acusada con el tiempo terminaba desembocando en visiones desquiciadas, esta caravana implantó un hecho insólito y sembró el optimismo allá donde aparcó y abrió sus puertas: por primera vez en parajes retirados era posible contemplar una exposición de arte contemporáneo. Una locura, pues, sensata y necesaria.
El museo portátil goza de una historia suculenta e inspiradora desde los tiempos en que Marcel Duchamp diseñó su famosa Boîte-en-valise, pasando por las exposiciones de los 70 que entraban en una maleta custodiada por un valiente curador o llegando al NanoMuseum y sus múltiples ramificaciones actuales. Curioso que justo con este primer antecedente del padre del ready-made coincida en fechas (1935 exactamente -subrayamos para aquellos que sufren “males de calendario”-) el trabajo de Marian Minich -director entonces del Museo de Arte Moderno de Lodz- justo la fuente de inspiración directa, en contenido y título (Szalona Galeria -“La galería chiflada”-) para el proyecto que aquí reseñamos.
Era, literalmente, la primera vez para muchos. Una oportunidad para contemplar obras de artistas contemporáneos, un mundo que parece venido de un más allá inalcanzable en recursos materiales e intelectuales que aquí, no obstante, se acercó, se dejó ver, tocar, disfrutar. En pocas palabras: se tornó accesible, invirtiendo por completo aquello que dicen (no solo los de pueblo sino también muchos de ciudad) del arte contemporáneo y su retórica inalcanzable.
Aquí la galería es portátil, es la que va al público y no a la inversa. Como los carromatos de circo o de inventos y seres fantásticos abrió y desplegó sus salas transportables para mostrar obras de arte actual. Un modo lúdico, abierto, no invasivo, que en términos puramente sociológicos y pedagógicos podrían ser tildados de gesto para quitarse el sombrero. Una caravana colmada de obras de una importante pléyade de artistas (Wojciech Bąkowski, Bracia (Maciej Chorąży i Agnieszka Klepacka), Karolina Brzuzan, Sebastian Buczek, Rafał Bujnowski, Oskar Dawicki, Marta Deskur, Andrzej Dudek-Dürer, Daria Giwer, Aneta Grzeszykowska, Paweł Jarodzki, Łukasz Jastrubczak, Tomasz Kowalski, Katarzyna Kozyra, Igor Krenz, Agnieszka Kurant, Robert Kuśmirowski, Natalia LL, Marcin Maciejowski, Honorata Martin, Przemek Matecki, Gizela Mickiewicz, Paulina Ołowska, Katarzyna Przezwańska, Joanna Rajkowska, Robert Rumas, Daniel Rumiancew, Adam Rzepecki, Jadwiga Sawicka, Wilhelm Sasnal, Magda Starska, Andrzej Szpindler, Aleksandra Wasilkowska y Julita Wójcik) que realizó su travesía por el país, junto a algunos artistas y acompañada de un pequeño cine y biblioteca.
Una misión modélica con hermosos y sorprendentes efectos en la confrontación real de cara al público. Un público sincero, insobornable, que no tenía nada que perder pero sí mucho que ganar. Visitantes completamente desintoxicados de los ambientes artísticos en ocasiones amanerados, rocambolescos, vacíos, del mundo del arte. Audiencia conformada en su gran mayoría por niños y jubilados, como sabemos, no los más duros pero sí los más asertivos en opiniones. Un anecdotario que queda recopilado en parte de la exposición y del que fue testigo Jakub de Barbaro, tal y como nos contó durante la visita guiada del pasado sábado.
El Museo de Arte Moderno de Varsovia (que más que cambiar de sede parece que va desintegrándose progresivamente a pesar de la resistencia de todos) presenta hasta principios de enero esta exposición documental. Comienza el recorrido con la gestación de la idea por parte de sus fundadores: una sala que recrea el lugar de trabajo de este terceto incansable, con objetos varios, mesa de trabajo, planes por las paredes y un mapa de Polonia atravesado con una línea grafitera roja (muy mironiana, por cierto) que no es sino el recorrido que realizaron. Más adelante, encontramos documentación en vídeo y fotografía de los viajes y encuentros, para adentrarnos (ahora ya y por vez primera dentro de un museo) con la exposición itinerante que llevaron, cargada de obras no solo portátiles, sino también desconcertantes, poéticas, explícitas, curiosas, que arrancaban sonrisas, preguntas, sueños, reflexiones.
A la pregunta de una de las asistentes a la visita curatorial que recriminó el que la exposición no albergara obras de corte social (más adecuadas, según ella, dado el tono del proyecto) le respondería aquí que la obra directa y comprometida socialmente es, precisamente, la propia galería: un habitáculo sobre ruedas para el arte, el único recinto de libertad que posiblemente le queda al hombre.
Más que loca, sensata. Más que lección, aprendizaje de ida y vuelta.