1.01.2018 - 31.12.2018 Historia, Noticias

Centenario de la Recuperación de la Independencia de Polonia 1918-2018

Suele sorprender al español que haya vivido en Polonia la fuerte presencia y popularidad que el idioma castellano goza entre los polacos. Según datos del Ministerio de Educación y Ciencia de 2014, el español, entre 2002 y 2006, experimentó un incremento en la enseñanza reglada de un 80%, situándose como la lengua de mayor índice de crecimiento en este país. Este favor del que goza el castellano en Polonia se sitúa dentro de una ya larga tradición que se remonta al siglo XVI, cuando la fuerte presencia militar y política de España en Europa favoreció el interés por este idioma. Y, sin embargo, su presencia como lengua con enseñanza y cátedra en la universidad polaca solo puede datarse desde hace un siglo, en los mismos años en que la nación polaca fue recuperando sus libertades civiles y políticas.

Suele sorprender al español que haya vivido en Polonia la fuerte presencia y popularidad que el idioma castellano goza entre los polacos. Según datos del Ministerio de Educación y Ciencia de 2014, el español, entre 2002 y 2006, experimentó un incremento en la enseñanza reglada de un 80%, situándose como la lengua de mayor índice de crecimiento en este país. Este favor del que goza el castellano en Polonia se sitúa dentro de una ya larga tradición que se remonta al siglo XVI, cuando la fuerte presencia militar y política de España en Europa favoreció el interés por este idioma. Y, sin embargo, su presencia como lengua con enseñanza y cátedra en la universidad polaca solo puede datarse desde hace un siglo, en los mismos años en que la nación polaca fue recuperando sus libertades civiles y políticas. Fue exactamente el 21 de noviembre de 1917, apenas a un año vista de la proclamación de la independencia de Polonia -el 11 de noviembre de 1918-, cuando un eclesiástico, el escolapio Amadeo Pons y Martínez, ocupó, por primera vez en la historia de aquel país, un puesto de lector de lengua española en la universidad polaca, en concreto en la Universidad de Varsovia (en ese momento todavía bajo ocupación militar alemana), fundando de esta manera la primera cátedra de estudios hispánicos. De esta forma lo anunciaba el diario ABC del 25 de noviembre de ese año: Según comunicación recibida en el Ministerio de Estado, se ha creado en la Universidad de Varsovia la cátedra de lengua y literatura españolas, habiéndose encargado de explicarla el padre Anselmo [sic] Pons Martín [sic], superior de las Escuelas Pías y súbdito español.
Este nombramiento no fue, durante aquellos años, un hecho casual y aislado. El apoyo tácito del Gobierno español de la época, no solo a una posible reconstrucción política de Polonia, sino a una potencial colaboración entre los dos países, se vería de nuevo reflejado, en la primavera de 1918, con la inauguración de una exposición de artistas polacos (entre los que figurarían los pintores Władysław Jahl, Lucia Auerbach, Józef Pankiewicz, Marian Paszkiewicz, Wacław Zawadowski y el escritor Tadeusz Peiper) en el patio del Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores (entonces Ministerio del Estado). Se podrían dar diferentes razones políticas para explicar ésta embrionaria política cultural de España con respecto a Polonia. Una de las más probables quizá pudiera ser el apoyo a Karl Stephan von Habsburg-Lothringen, candidato de los Imperios Centrales (Alemania y Austro-Hungría) al trono de Polonia y hermano pequeño de María Cristina, mujer de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII.  
En la estela de este reconocimiento oficioso, comenzaron a publicarse libros y artículos de prensa que, con mayor o menor fortuna, trataron de paliar el desconocimiento que existía hacia Polonia entre buena parte del público español. Así, por ejemplo, Sofía Casanova, corresponsal del diario ABC en  Europa central y oriental, entre 1915 y 1944, y mujer del escritor polaco Wincenty Lutosławski, publicó en este periódico una serie de artículos que hacían referencia al proceso de independencia de Polonia. Por su parte, Casimiro Granzow de la Cerda, Duque de Parcent (representante diplomático de España en Varsovia y aristócrata hispano-polaco) escribió, en 1919 una primera historia de Polonia que no fuera una traducción, bajo el título de Polonia: su gloria en el pasado, su martirio y su resurrección.
De esta manera, desde la expectativa primero y desde la realidad después de la independencia, fue asentándose, entre ciertas élites, una corriente de interés, o al menos de simpatía, hacia Polonia, que trascendía a las inevitables referencias a los levantamientos del siglo XIX, o al reconocimiento de personalidades como Fryderyk Chopin o Henryk Sienkiewicz (el autor de Quo vadis?). Fue durante aquellos años cuando se pusieron las bases, después de la desaparición política de Polonia entre 1772 y 1795, a las relaciones culturales, comerciales y políticas, que en la actualidad mantienen España y Polonia.
Y hoy, sin embargo, pese a la normalización nacional e internacional de ambos Estados, y a la pertenencia de uno y otro país a las mismas alianzas militares, económicas y políticas, sigue sin tenerse en España una conciencia muy clara de la génesis y el desarrollo de Polonia desde 1918 -la recuperación de la independencia del país- hasta la Segunda Guerra Mundial. Así, pese a los indudables avances en el estudio y conocimiento de la realidad cultural y política de Polonia en España (visibles, por ejemplo, en el intercambio científico entre las universidades de uno y otros país, en la apertura de sendos “institutos de cultura” en Polonia y en España, o en el crecimiento exponencial de la traducción de una parte considerable de las obras literarias y de pensamiento polacas “clásicas” en castellano, inimaginable décadas atrás) queda todavía un importante vacío bibliográfico y documental sobre estos años de formación de la Polonia contemporánea.  
Parece como si, de alguna manera, el periodo iniciado por la Segunda Guerra Mundial, provocada por la invasión nazi-soviética de 1939, oscureciera o eclipsara los años previos a esta catástrofe. De igual manera a como el siglo XX español tiende a ser visto, en buena parte de los países de nuestro entorno político y cultural, como el resultado de una dictadura –la del general Francisco Franco- y de una guerra civil –la del 1936-39-, Polonia, al menos en el caso de España, sigue aprehendiéndose, antes que nada, a partir de acontecimientos como la Shoah, el casi medio siglo de dictadura comunista impuesto por la Unión Soviética a partir de 1945, la Guerra Fría, el pontificado de Juan Pablo II, el papel de la disidencia dentro de la dictadura comunista o el nacimiento del sindicato Solidarność. 
Por esta razón, el centenario que se cumple este año, el de la recuperación de la independencia de Polonia de 1918, podría ser, en España, una oportunidad inmejorable para subsanar esta omisión, y calibrar con mayor justeza el panorama conjunto de la política y la cultura polaca a lo largo del siglo XX. Y, de paso, hacer justicia y homenaje a esos pocos españoles que, hace un siglo, asentaron las bases, entonces todavía muy frágiles, del vínculo contemporáneo entre dos culturas como la española y la polaca. 
El fundador de la Segunda República Polaca: Józef Piłsudski

Una buena manera de empezar a comprender a la nueva Polonia renacida, en 1918, de la Primera Guerra Mundial (la Segunda República Polaca), es conociendo algo de la personalidad de quien fue su primer Jefe de Estado y, durante la mayor parte de la historia de la Segunda República Polaca, su hombre fuerte: Józef Piłsudski. Y no solo por ser, hasta el día de hoy, una de las figuras centrales de la historia de este país, sino por encarnar, posiblemente, buena parte de su herencia política e histórica: desde el combate por la libertad y la independencia, y la apelación a una indudable tradición democrática nacional (la Constitución de marzo de 1921, promulgada durante su mandato, fue una de las más liberales de la Europa de la época), hasta la tendencia a favorecer la estabilidad del Estado aun a costa de las atribuciones propias de su funcionamiento democrático, como podrían ser las de su parlamento (en mayo de 1926, al frente de sus tropas, Piłsudski, después de varios días de combates por las calles de Varsovia, depuso al Presidente de la República y al Consejo de ministros, convirtiéndose, desde entonces hasta su muerte, en 1935, en árbitro supremo de la política polaca). Al respecto, hay que subrayar, que esta intromisión en los mecanismos democráticos por parte del político polaco se ejerció siempre desde cierta moderación política que impidió al país caer en los vicios totalitarios que sufrirían, con la excepción de Checoslovaquia, las demás naciones vecinas. Pues, hasta el principio de la Segunda Guerra Mundial, y, posteriormente, con el Gobierno en el exilio de Londres, el Estado polaco, restaurado en noviembre de 1918, siempre mantuvo unas estructuras y una ordenación democráticas que se extenderían en el tiempo, hasta la recuperación de las libertades políticas democráticas en 1989-90. Es, en este sentido, significativo el carácter simbólico de la ceremonia que tuvo lugar en el Castillo Real de Varsovia el 22 de diciembre de 1990, cuando el último presidente de la República de Polonia en el exilio, Ryszard Kaczorowski, entregó solemnemente las insignias del poder estatal de la Segunda República de Polonia a Lech Wałęsa, primer presidente elegido democráticamente después de más de cuatro décadas de dictadura comunista, en su ceremonia de toma de posesión como presidente de la República de Polonia. De esta manera, podría decirse que, en aquel momento, al menos para una parte importante de las fuerzas democráticas polacas, la legitimidad histórica de la Tercera República Polaca emanaba, en último término, de la Polonia fundada por Józef Piłsudski; esto es, del Estado polaco reconstituido de 1918. 
Los hechos de 1918

Para poner en perspectiva los acontecimientos de 1918 hay que retroceder, al menos, cinco años. Fue entonces cuando en la región de Galitzia, al comienzo de la guerra, los Imperios Centrales (Alemania y Austria-Hungría) permitieron la creación de una organización de voluntarios polacos –la Legión Polaca- a la cabeza de la cual se situó uno de los cabecillas de la facción nacionalista del Partido Socialista Polaco que había formado parte de la Revolución Rusa de 1905: Józef Piłsudski. Bajo la promesa de una independencia posterior a la guerra, tanto el gobierno alemán como el austriaco, buscaron de esta forma el apoyo, en su lucha contra los ejércitos del Zar, de una parte del movimiento nacional polaco. A propósito de todo esto, hay que anotar que, en este momento histórico, los partidos polacos se hallaban conformados, además de por unas minorías de carácter socialista o agrario (como el Partido Popular Polaco «Piast» de Wincenty Witos , y el Partido Socialista Polaco de Ignacy Daszyński), por dos grandes figuras que, a su vez, articulaban cada una de ellas dos maneras distintas de comprender la naturaleza y límites de la nación polaca: por una parte, se encontraba la figura de Roman Dmowski, partidario de una comprensión nacionalista y etnicista de Polonia, según la cual, los límites del Estado deberían abarcar únicamente aquellos territorios de mayoría polaca; y, por otra parte, el ya mencionado Józef Piłsudski, que propugnaba una vuelta a las fronteras históricas de la Polonia jaguelónica, previa a las particiones del siglo XVIII, en la que los límites del Estado deberían extenderse más allá de categorías lingüísticas o nacionales polacas, para abarcar así a poblaciones de tradición judía, lituana, alemana o ucraniana.
Este germen de un ejército nacional polaco organizado en torno a Piłsudski tendría su continuidad el 5 de noviembre de 1916 con la creación de una suerte de Estado polaco autónomo de Austria y Alemania, dentro del cual, el «Departamento Militar» estaría dirigido igualmente por Józef Piłsudski. No obstante, ya en 1917, esta autonomía polaca quedó en entredicho cuando las autoridades austriacas y alemanas empezaron a ver con preocupación la efervescencia política que estaban tomando los territorios polacos, espoleados tanto por el inicio de la Revolución Rusa, como por la desconfianza que las fuerzas polacas empezaron a manifestar hacia la viabilidad de las promesas de independencia realizadas por los dos Imperios Centrales. El rechazo de Józef Piłsudski y sus tropas a integrarse en el Ejército alemán, y jurar así fidelidad al káiser alemán, provocó su encarcelamiento, en junio de 1917, durante catorce meses, en el castillo de Magdeburgo.
El inicio de la Revolución alemana de 1918 y la abdicación del káiser Guillermo II el 9 de noviembre de ese mismo año, supuso el principio del fin de la ocupación alemana de Polonia, y con ella la desaparición del último obstáculo que, tras la desintegración del Imperio Austro-Húngaro y la crisis interna provocada en Rusia por el inicio de la Revolución, impedía la renacimiento del Estado polaco. De este modo, el día 7 de octubre, el Consejo de Regencia (una suerte de gobierno provisional) proclamó la independencia de la Polonia unida, y el 11 de noviembre las tropas alemanas y austríacas depusieron las armas materializándose así la independencia. En vísperas de esa jornada, Piłsudski, liberado de su prisión, regresó a Varsovia, donde de la mano del Consejo de Regencia asumió los poderes supremos como primer Jefe del Estado polaco restaurado. Tras la toma del poder, la práctica totalidad de los partidos, corrientes y facciones polacos se fueron adhiriendo a las nuevas autoridades. Al respecto, el máximo órgano polaco en el extranjero, el Comité Nacional Polaco (encabezado en París por Roman Dmowski, y con delegados en Roma, Londres y Estados Unidos), que representaba en esos momentos a Polonia, oficialmente, en la Conferencia de Paz de París, reconoció el gobierno y liderazgo de Piłsudski, tras el viaje que su representante en Washington, Ignacy Jan Paderewski, realizó a Varsovia en enero de 1919.
La consolidación y conservación del orden del nuevo estado de 1918 se llevó a cabo, esencialmente, por medios militares y legislativos. En primer lugar, mediante la transformación política de Polonia en un Estado cohesionado en un corto espacio de tiempo –año y medio-, convocando unas elecciones generales, eligiendo una asamblea constituyente, y proclamando finalmente una nueva constitución (la de marzo de 1921). En segundo lugar, a través de la reincorporación y unificación de los diferentes elementos pertenecientes a los ejércitos de los tres imperios ocupantes -austríaco, alemán y ruso- en unas fuerzas armadas cohesionadas, con capacidad no solo para sostener mediante las armas la recién recobrada independencia del país, sino para garantizar unas fronteras en relación con los nuevos estados que surgían del caos fronterizo posterior al fin de la Primera Guerra Mundial en el Frente del Este (muy en especial, con respecto a la nueva Rusia soviética que trataba de extender la Revolución bolchevique por Europa y recuperar su influencia en los antiguos territorios del imperio zarista). Debe tenerse en cuenta, pues, que la fecha del 11 de noviembre de 1918 no supuso, en Polonia, ni el fin de la guerra ni la consolidación definitiva del Estado. Tuvieron que pasar otros dos largos años, desde febrero de 1919 a marzo de 1921, hasta que se diera por finalizada la guerra polaco-soviética, y los límites orientales del país se fijaran definitivamente con la firma del Tratado de Riga el 18 de marzo de 1921.  
El significado de 1918

Como ya se ha mencionado previamente, esta nueva Polonia, nacida en estas circunstancias, siguió los designios de su principal fundador -Józef Piłsudski- constituyéndose, no como un estado-nación homogéneo, étnica y lingüísticamente uniforme, sino asimilando el modelo pre-nacionalista que configuró Polonia, hasta su desaparición política en el siglo XVIII. Según este sistema político, la población se configuraba en torno a un determinado estrato social (la nobleza), en una suerte de federación donde los habitantes de lengua y cultura polaca ostentaban un estatus de práctica igualdad con respecto a las poblaciones de tradición lituana, judía, o rutena que históricamente habían pertenecido a aquel territorio que, en su máxima expansión, en el siglo XVII, se extendía desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, y de las proximidades de Berlín a las de Moscú. Parece como si, de esta manera, el nuevo Estado polaco nacido en 1918 hubiera puesto en paralelo la recuperación del territorio previamente dominado por los tres imperios causantes de las particiones (el Imperio Alemán, el Imperio Austro-húngaro y el Imperio Ruso) y la recuperación de aquel statu quo político previo, en donde la nación y el sentimiento nacional eran elementos importantes, pero no constituían el factor principal ni el exclusivo en la creación de la identidad y de la idiosincrasia de cada uno de los habitantes de esos territorios.  
En este sentido, podría entenderse la conformación de este proyecto de República polaca como uno de los penúltimos intentos de ensayar en Europa un proyecto político en el que la idea moderna de nación, basada en la creencia de que, a lo largo de la historia, existiría una suerte de comunidades naturales y uniformes, intentó ser embridada en favor de una estructura política anacional. De este modo, se buscaba la conservación de una estructura social y política “tradicional”, en la que ni el poder político tenía el deber de mantener un supuesto ser nacional (normalmente construido al margen, incluso en contra, de quienes teóricamente la constituyen), ni la adscripción lingüística o étnica de una parte más o menos importante de la población de un territorio implicaba la aplicación de políticas homogeneizadoras del conjunto. 
Resulta evidente que este intento restaurador de un pasado pre-nacionalista fracasó, y que uno de los grandes problemas de Polonia durante todo el periodo de entreguerras fue, justamente, la imposibilidad de Varsovia de ganarse a estas amplias minorías existentes dentro de su territorio. Sin embargo, también es indudable que el fracaso de este modelo fue, al fin, resultado último de la invasión nazi-soviética de 1939, en la que por un lado un estado nacional-racista, y por otro, un estado-imperio justificado por el fin último de una sociedad sin clases, produjeron no solo el asesinato de una quinta parte de la población polaca, sino la liquidación misma del país como una sociedad multiétnica. Así, a la altura de 1945, por primera vez en la historia de Polonia, el país se había homogenizado en torno a un solo grupo nacional, el polaco. Una nueva historia, y una nueva Polonia empezó a partir de entonces.
Joaquín Riquelme RibasHistoriador. Doctor en Filología Eslava por la Universidad Complutense de Madrid

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