Una aproximación al poeta polaco Cyprian K. Norwid en su bicentenario. Por Fernando Presa González, Catedrático de Filología Eslava de la UCM
La llegada del siglo XX y el nuevo espíritu del siglo supusieron el reconocimiento de su genio literario y el triunfo de su lírica reflexiva e intelectual basada en el diálogo filosófico y vinculada a la tradición de la Biblia, Homero, Platón, Dante y Calderón de la Barca.
La vida de Norwid fue un continuo fracaso en todos los terrenos: literario, personal, profesional, político, amoroso. Pero tanto infortunio le traerá, también, una extraordinaria lucidez poética, la cual se reflejará en Nuestra epopeya. 1848 (Epos nasza. 1848), uno de los textos poéticos más significativos de su obra y más relevantes de la literatura polaca desde la mirada española ya que en él supo Norwid, como nadie en Polonia, comprender y hacer suyo el espíritu del inmortal héroe cervantino: Don Quijote.
Norwid, que aparece en el escenario literario polaco en el momento de la pérdida de virulencia del Romanticismo, es consciente de las limitaciones de la literatura romántica y se manifiesta contrario al liderazgo cultural de la nobleza polaca, por lo que se plantea, en su creación, la renovación de la literatura nacional. El resultado fue la culminación del Romanticismo aportando nuevos valores, desconocidos para los ya maduros románticos Mickiewicz, Słowacki y Krasiński.
La creación de Norwid se revela como una síntesis de las tradiciones pagana y cristiana, de los elementos clásicos y románticos, de las peculiaridades de las culturas del norte de Europa (representadas en Polonia) y del sur (Grecia y Roma antiguas), y se convierte en el eslabón imprescindible para la modernidad poética que más tarde representará la Joven Polonia y toda la poesía europea del siglo XX en general.
La obra de Norwid constituye un cuerpo orgánico, un todo perfectamente estructurado en cuatro círculos concéntricos: 1) el hombre, cuya realidad gira en torno a la experiencia existencial, la consecución de un objetivo en la vida y el amor; 2) la patria, conformada a partir de la serie de obligaciones que cada individuo tiene inherentes con los demás, lo que crea una sociedad con estrechos vínculos de unión entre sus miembros y grupos, dando lugar a una identidad colectiva y un destino común que es la nación; 3) el mundo, suma de las naciones, cuyos tres pilares comunes y fundamentales son el arte, el trabajo y la humanidad; 4) la historia, resultado de la evolución constante de la naturaleza, la civilización y la cultura.
El hombre, concebido como un ser psicofísico, modelado por la historia y la civilización, guarda una estrecha relación con la naturaleza, la tradición cultural y la civilización a la que pertenece. El hombre ha de conocer y practicar los valores que le dicte la civilización en el sentido más amplio. Este es el único camino de relación entre el individuo y la sociedad. Su ideal de hombre es Cristo, el Hombre Eterno, porque une en sí lo divino y lo humano, lo espiritual y lo material. Norwid pregonaba y creía en la unidad interna del mundo, filosofía que le permitía aunar la tradición de la Antigüedad con el cristianismo, y por eso supo encontrar lo común y lo actual en las diferentes épocas de la civilización.
Norwid pasará los últimos años de su vida en la más absoluta miseria y soledad. Enfermo de tuberculosis, ingresa en un asilo en Ivry, cerca de París, en el que muere el 23 de mayo de 1883. Su cuerpo, enterrado en una fosa común, desapareció para siempre, si bien nos legó, para la misma eternidad, una extraordinaria obra literaria y artística.
Fernando Presa González
Catedrático de Filología Eslava
Universidad Complutense de Madrid
Imagen: Daguerrotipo de Norwid (fuente: Wikicommons)